lunes, 20 de septiembre de 2010

TENER AMIGOS ES BUENO PARA LA SALUD

“La magnitud del impacto sobre la salud de una buena red de apoyos familiares y de amigos es similar a la que se obtiene dejando de fumar”, comentan los científicos que han investigado sobre este tema en las universidades de Utah y Carolina del Norte, EE.UU. La gente empieza a impresionarse por las pruebas repetidas de que la soledad es fuente de todas las angustias y desvaríos, mientras que la relación de un cerebro con otro resulta esencial para sobrevivir.

En lenguaje llano, lo que están sugiriendo ése y otros estudios similares, iniciados hace 20 años, es la importancia de lo que los científicos Salovey y John Mayer llamaron “inteligencia emocional”. Veinte años después, descubrimos que las personas con relaciones sociales prolijas –un estado inaccesible sin un cierto grado de inteligencia emocional– tienen un 50 por ciento más de posibilidades de sobrevivir que los ajenos al torbellino social.

Dejar de fumar, el cuidado de la dieta y hacer ejercicio son tan importantes para tener buena salud como cultivar las relaciones sociales.
“Los médicos, profesionales sanitarios y educadores tienen en cuenta factores de riesgo como el tabaquismo, la dieta o el ejercicio. Los datos que presentamos aportan razones de peso para añadir las relaciones sociales a esa lista”, anotan los científicos citados. Caminamos hacia una situación en la que la rutina de las revisiones médicas sanitarias comportará también medir el grado de bienestar social. ¿Y eso cómo se come? –se preguntarán mis lectores– ¿Cómo lo podemos medir con la misma facilidad que el tabaquismo, la buena dieta o el ejercicio físico o cognitivo?
Con un pequeño esfuerzo colectivo. Las relaciones sociales se modulan con multitud de prácticas, unas conocidas, como las de vecindad o laborales, pero totalmente ignoradas las otras; es aquí donde entran en juego las emociones básicas y universales fruto de nuestra biología y psicología. Ya sabemos que, siendo importante el conocimiento de la “inteligencia emocional” de cada individuo, lo es sobremanera la “inteligencia social”: es decir, los comportamientos surgidos a raíz de la comunicación recíproca entre distintos cerebros.
Gracias a las investigaciones de los autores citados, además de la implementación de proyectos específicos de gestión emocional y social como el de la Universidad Camilo José Cela de Madrid, o los de Rafael Bisquerra, de la Universidad de Barcelona, o Richard Davidson, de la de Wisconsin, EE.UU., contamos hoy con el modelo –constructo lo llaman los académicos empedernidos– susceptible de explicar nuestro comportamiento social y emocional. Estamos hablando ni más ni menos que de la mayoría de nuestras decisiones diarias. Por favor, que alguien me explique por qué en el pasado sólo nos hemos concentrado en una minoría de los temas que nos pasaban por la cabeza.
Contamos hoy con una idea más que perfilada de las habilidades que componen estas competencias emocionales y que deberemos aprender a transmitir a las nuevas generaciones por el tamiz de la enseñanza infantil, primaria, secundaria, corporativa y de la tercera edad. Para que no les sirva de excusa a los rectores sociales, se las voy a enumerar, dejando para los próximos 20 años el detalle de sus contenidos: aprender a focalizar la atención en las emociones propias; apreciar la interacción entre emoción, comportamiento y procesos cognitivos; infundir autoestima, resiliencia y curiosidad; trabajar en equipo de modo cooperativo y no competitivo, lo que supone aprender a escuchar y comunicar y saber solucionar conflictos ejerciendo un liderazgo emocional.
El aprendizaje de estas nuevas competencias es la clave para que los jóvenes encuentren trabajo en lugar de sumirse en el paro. ¿Por qué no intentamos recoger dos millones de firmas entre todos para impulsar el proyecto?

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